verano.
Es nuestra canción.
Con la primera nota ya sonríes, te mueves, cambias el peso
de pierna, noto como la emoción bulle dentro de ti; rítmicamente.
Me miras, pero yo mantengo la vista clavada en el escenario.
Me obligo a no devolverte el mensaje, de manera cruel, dura, insospechadamente fría,
te ignoro. Te ignoro con la pasión con la que debería haberte besado en cuanto ha
empezado a entonar. Te ignoro con la firmeza de quien se sabe esperada,
deseada, admirada.
Con la timidez de la niña que conociste hace un tiempo. Con
la arrogancia y el orgullo de una necia que está dispuesta, ahora, en lo que
dura nuestra canción -3:25- a echarte, a alejarse.
Sin motivo alguno, sin argumento sólido e irrefutable.
Porque para ti no lo sería. Tu, que tienes tendencia a
elaborar discursos que me desarman, que me enredan, que me paralizan. No podrás
discutirme porque eso es lo que hago cuando las cosas no me gustan sin motivo
alguno.
Simplemente me voy.
Te echo.
Huyo.
Y puede que con el tiempo descubra que no de ti.
Y puede que con el tiempo admita que es de mi.
Y quiera volver aquí, a esta explanada, junto con estos
extraños para mirarte a los ojos, cogerte de la mano y comerte la boca. Para
cantar a gritos juntos, para ser tan honestos y obscenos como las dedicatorias de las
puertas de los baños de instituto.
Para quererte, como no puedo hacerlo ahora.