He pasado agosto desaparecida. De
hecho, he estado tan desconectada que he tenido que llamar a mi compañía telefónica
para que me den el PUK del móvil, después de tres intentos fallidos al meter el
PIN.
Apagada. Totalmente desconectada.
Fuera de servicio.
Ahora me llueven los mensajes, porque
aunque intente alejarme del mundo el mundo me sigue queriendo. Y aunque tengo
el ceño fruncido y no quiero volver a la conexión, lo cierto es que me alegra
saber que importo.
Me debato entre deshacer la
maleta o pulular por la casa descalza, con los rizos alborotados y cara de
"no quiero volver a empezar". El sol entra levemente y con la
inocencia que me caracteriza abro la ventana esperando que me acaricie y
caliente la piel, como durante esas mañanas de verano desayunando en la terraza
mirando el mar. Pero no, porque aquí la
temperatura ya ha empezado a bajar preparándonos para el otoño, y aunque es mi
estación favorita aún no me apetece; demasiado pronto para dejar atrás mi pelo
rubio a causa del sol, el tacto de la arena en los pies o las idas y venidas
arrastrando maletas.
Vuelvo el mismo día que el año
pasado y los recuerdos de este mes se agolpan con los del verano anterior mezclándose,
entrelazándose e, inevitablemente, comparándose.
Una catarsis de sentimientos.
Y vuelven los recuentros con
algunos de los de antes y con los de ahora.
Y vuelve septiembre, como siempre
pero como nunca antes.
Y vuelvo yo, pero sin volver del
todo.
Porque 365 dan para mucho.
Para todo, salvo aprender a
acostumbrarse a la rutina.