Estoy agazapada en el suelo,
pegada al radiador. Tengo una postura un tanto extraña, si ahora mismo alguien
entrara por la puerta probablemente ni me vería. Considero que ocultar mis 173
centímetros es todo un logro. Aunque esconderme no es mi objetivo, yo solo
quiero leer tranquila y no pasar frio, y este huequito es mi pequeño imperio.
Si miro hacia arriba veo como las
gotas de lluvia golpean la ventana, no nos dan tregua. Cinco minutos tal vez,
entre chaparrón y chaparrón. Además, no sé como lloverá en otros sitios, pero
aquí no llueve de arriba abajo, sino en diagonal. ¿Ni la lluvia puede ser
amable en esta ciudad? Por experiencia sé que es imposible resguardarse; el
paraguas lo único que hace es molestar y las gotas acaban recorriendo todos las
vertebras de mi columna. No es agradable.
Cuelo mi dedo índice izquierdo
entre las hojas para no perder la lectura, cierro los ojos y me concentro en el
sonido. Adoro oír llover. Las gotas caen como mis dedos sobre las teclas del
piano, como los tuyos sobre mis lunares.
Componiendo mentalmente, haciendo
de la lluvia una nota más en mi partitura, deseo que entres por la puerta y sin
romper la melodía que flota en el ambiente te sientes junto a mí. Yo te hago
hueco, de veras. Quiero que sin hablar me mires y yo entienda lo que dices.